sabato, gennaio 27, 2007

Informe para una academia, Franz Kafka




Excelentísimos señores académicos:

Me hacéis el honor de presentar a la Academia un informe sobre mi anterior vida de mono. Lamento no poder complaceros; hace ya cinco años que he abandonado la vida simiesca. Este corto tiempo cronológico es muy largo cuando se lo ha atravesado galopando -a veces junto a gente importante- entre aplausos, consejos y música de orquesta; pero en realidad solo, pues toda esta farsa quedaba -para guardar las apariencias- del otro lado de la barrera.
Si me hubiera aferrado obstinadamente a mis orígenes, a mis evocaciones de juventud, me hubiera sido imposible cumplir lo que he cumplido. La norma suprema que me impuse consistió justamente en negarme a mí mismo toda terquedad. Yo, mono libre, acepté ese yugo; pero de esta manera los recuerdos se fueron borrando cada vez más. Si bien, de haberlo permitido los hombres, yo hubiera podido retornar libremente, al principio, por la puerta total que el cielo forma sobre la tierra, ésta se fue angostando cada vez más, a medida que mi evolución se activaba como a fustazos: más recluido, y mejor me sentía en el mundo de los hombres: la tempestad, que viniendo de mi pasado soplaba tras de mí, ha ido amainando: hoy es tan solo una corriente de aire que refrigera mis talones. Y el lejano orificio a través del cual ésta me llega, y por el cual llegué yo un día, se ha reducido tanto que -de tener fuerza y voluntad suficientes para volver corriendo hasta él- tendría que despellejarme vivo si quisiera atravesarlo. Hablando con sinceridad -por más que me guste hablar de estas cosas en sentido metafórico-, hablando con sinceridad os digo: vuestra simiedad, estimados señores, en tanto que tuvierais algo similar en vuestro pasado, no podría estar más alejada de vosotros que lo que la mía está de mí. Sin embargo, le cosquillea los talones a todo aquel que pisa sobre la tierra, tanto al pequeño chimpancé como al gran Aquiles. Pero a pesar de todo, y de manera muy limitada, podré quizá contestar vuestra pregunta, cosa que por lo demás hago de muy buen grado. Lo primero que aprendí fue a estrechar la mano en señal de convenio solemne. Estrechar la mano es símbolo de franqueza. Hoy, al estar en el apogeo de mi carrera, tal vez pueda agregar, a ese primer apretón de manos, también la palabra franca. Ella no brindará a la Academia nada esencialmente nuevo, y quedaré muy por debajo de lo que se me demanda, pero que ni con la mejor voluntad puedo decir. De cualquier manera, con estas palabras expondré la línea directiva por la cual alguien que fue mono se incorporó al mundo de los humanos y se instaló firmemente en él. Conste además, que no podría contaros las insignificancias siguientes si no estuviese totalmente convencido de mí, y si posición no se hubiese afirmado de manera incuestionable todos los grandes music-halls del mundo civilizado.
Soy originario de la Costa de Oro. Para saber cómo fui atrapado dependo de informes ajenos. Una expedición de caza de la firma Hagenbeck -con cuyo jefe, por otra parte, he vaciado no pocas botellas de vino tinto- acechaba emboscada en la maleza que orilla el río, cuando en medio de una banda corrí una tarde hacia el abrevadero. Dispararon: fui el único que hirieron, alcanzado por dos tiros.
Uno en la mejilla. Fue leve pero dejó una gran cicatriz pelada y roja que me valió el repulsivo nombre, totalmente inexacto y que bien podía haber sido inventado por un mono, de Peter el Rojo, tal como si sólo por esa mancha roja en la mejilla me diferenciara yo de aquel simio amaestrado llamado Peter, que no hace mucho reventó y cuyo renombre era, por lo demás, meramente local. Esto al margen.
El segundo tiro me atinó más abajo de la cadera. Era grave y por su causa aún hoy rengueo un poco. No hace mucho leí en un artículo escrito por alguno de esos diez mil sabuesos que se desahogan contra mí desde los periódicos "que mi naturaleza simiesca no ha sido aplacada del todo", y como ejemplo de ello alega que cuando recibo visitas me deleito en bajarme los pantalones para mostrar la cicatriz dejada por la bala. A ese canalla deberían arrancarle a tiros, uno por uno, cada dedo de la mano con que escribe. Yo, yo puedo quitarme los pantalones ante quien me venga en ganas: nada se encontrará allí más que un pelaje acicalado y la cicatriz dejada por el -elijamos aquí para un fin preciso, un término preciso y que no se preste a equívocos- ultrajante disparo. Todo está a la luz del día; no hay nada que esconder. Tratándose de la verdad toda persona generosa arroja de sí los modales, por finos que éstos sean. En cambio, otro sería el cantar si el chupatintas en cuestión se quitase los pantalones al recibir visitas. Doy fe de su cordura admitiendo que no lo hace, ¡pero que entonces no me moleste más con sus mojigaterías!
Después de estos tiros desperté -y aquí comienzan a surgir lentamente mis propios recuerdos- en una jaula colocada en el entrepuente del barco de Hagenbeck. No era una jaula con rejas a los cuatro costados, eran más bien tres rejas clavadas en un cajón. El cuarto costado formaba, pues, parte del cajón mismo. Ese conjunto era demasiado bajo para estar de pie en él y demasiado estrecho para estar sentado. Por eso me acurrucaba doblando las rodillas que me temblaban sin cesar. Como posiblemente no quería ver a nadie, por lo pronto prefería permanecer en la oscuridad: me volvía hacia el costado de las tablas y dejaba que los barrotes de hierro se me incrustaran en el lomo. Dicen que es conveniente enjaular así a los animales salvajes en los primeros tiempos de su cautiverio, y hoy, de acuerdo a mi experiencia, no puedo negar que, desde el punto de vista humano, efectivamente tienen razón.
Pero entonces no pensaba en todo esto. Por primera vez en mi vida me encontraba sin salida; por lo menos no la había directa. Ante mí estaba el cajón con sus tablas bien unidas. Había, sin embargo, una hendidura entre las tablas. Al descubrirla por primera vez la saludé con el aullido dichoso de la ignorancia. Pero esa rendija era tan estrecha que ni podía sacar por ella la cola y ni con toda la fuerza simiesca me era posible ensancharla.
Como después me informaron, debo haber sido excepcionalmente silencioso, y por ello dedujeron que, o moriría muy pronto o, de sobrevivir a la crisis de la primera etapa, sería luego muy apto para el amaestramiento. Sobreviví a esos tiempos. Mis primeras ocupaciones en la nueva vida fueron: sollozar sordamente; espulgarme hasta el dolor; lamer hasta el aburrimiento una nuez de coco; golpear la pared del cajón con el cráneo y enseñar los dientes cuando alguien se acercaba. Y en medio de todo ello una sola evidencia: no hay salida. Naturalmente hoy sólo puedo transmitir lo que entonces sentía como mono con palabras de hombre, y por eso mismo lo desvirtúo. Pero aunque ya no pueda retener la antigua verdad simiesca, no cabe duda de que ella está por lo menos en el sentido de mi descripción.
Hasta entonces había tenido tantas salidas, y ahora no me quedaba ninguna. Estaba atrapado. Si me hubieran clavado, no hubiera disminuido por ello mi libertad de acción. ¿Por qué? Aunque te rasques hasta la sangre el pellejo entre los dedos de los pies, no encontrarás explicación. Aunque te aprietes el lomo contra los barrotes de la jaula hasta casi partirse en dos, no conseguirás explicártelo. No tenía salida, pero tenía que conseguir una: sin ella no podía vivir. Siempre contra esa pared hubiera reventado indefectiblemente. Pero como en el circo Hagenbeck a los monos les corresponden las paredes de cajón, pues bien, dejé de ser mono. Esta fue una magnífica asociación de ideas, clara y hermosa que debió, en cierto sentido, ocurrírseme en la barriga, ya que los monos piensan con la barriga.
Temo que no se entienda bien lo que para mi significa "salida". Empleo la palabra en su sentido más preciso y más común. Intencionadamente no digo libertad. No hablo de esa gran sensación de libertad hacia todos los ámbitos. Cuando mono posiblemente la viví y he conocido hombres que la añoran. En lo que a mí atañe, ni entonces ni ahora pedí libertad. Con la libertad -y esto lo digo al margen- uno se engaña demasiado entre los hombres, ya que si el sentimiento de libertad es uno de los más sublimes, así de sublimes son también los correspondientes engaños. En los teatros de variedades, antes de salir a escena, he visto a menudo ciertas parejas de artistas trabajando en los trapecios, muy alto, cerca del techo. Se lanzaban, se balanceaban, saltaban, volaban el uno a los brazos del otro, se llevaban el uno al otro suspendidos del pelo con los dientes. "También esto", pensé, "es libertad para el hombre: ¡el movimiento excelso!" iOh burla de la santa naturaleza! Ningún edificio quedaría en pie bajo las carcajadas que tamaño espectáculo provocaría entre la simiedad.
No, yo no quería libertad. Quería únicamente una salida: a derecha, a izquierda, adonde fuera. No aspiraba a más. Aunque la salida fuese tan sólo un engaño: como mi pretensión era pequeña el engaño no sería mayor. ¡Avanzar, avanzar! Con tal de no detenerme con los brazos en alto, apretado contra las tablas de un cajón.
Hoy lo veo claro: si no hubiera tenido una gran paz interior, nunca hubiera podido escapar. En realidad, todo lo que he llegado a ser lo debo, posiblemente, a esa gran paz que me invadió, allá, en los primeros días del barco. Pero, a la vez, debo esa paz a la tripulación.
Era buena gente a pesar de todo. Aún hoy recuerdo con placer el sonido de sus pasos pesados que entonces resonaban en mi somnolencia. Acostumbraban hacer las cosas con exagerada lentitud. Si alguno necesitaba frotarse los ojos levantaba la mano como si se tratara de un peso muerto. Sus bromas eran groseras pero afables. A sus risas se mezclaba siempre un carraspeo que, aunque sonaba peligroso, no significaba nada. Siempre tenían en la boca algo que escupir y les era indiferente dónde lo escupían. Con frecuencia se quejaban de que mis pulgas les saltaban encima, pero nunca llegaron a enojarse en serio conmigo: por eso sabían, pues, que las pulgas se multiplicaban en mi pelaje y que las pulgas son saltarinas. Con esto les era suficiente. A veces, cuando estaban de asueto, algunos de ellos se sentaban en semicírculo frente a mí, hablándose apenas, gruñéndose el uno al otro, fumando la pipa recostados sobre los cajones, palmeándose la rodilla a mi menor movimiento y, alguno, de vez en cuando, tomaba una varita y con ella me hacía cosquillas allí donde me daba placer. Si me invitaran hoy a realizar un viaje en ese barco, rechazaría, por cierto, la invitación; pero también es cierto que los recuerdos que evocaría del entrepuente no serían todos desagradables.
La tranquilidad que obtuve de esa gente me preservó, ante todo, de cualquier intento de fuga. Con mi actual dentadura debo cuidarme hasta en la común tarea de cascar una nuez; pero en aquel entonces, poco a poco, hubiera podido roer de lado a lado el cerrojo de la puerta. No lo hice. ¿Qué hubiera conseguido con ello? Apenas hubiese asomado la cabeza me hubieran cazado de nuevo y encerrado en una jaula peor; o bien hubiera podido huir hacia los otros animales, hacia las boas gigantes, por ejemplo, que estaban justo frente a mí, para exhalar en su abrazo el último suspiro; o, de haber logrado deslizarme hasta el puente superior y saltado por sobre la borda, me hubiera mecido un momento sobre el océano y luego me habría ahogado. Todos éstos, actos suicidas. No razonaba tan humanamente entonces, pero bajo la influencia de mi medio ambiente actué como si hubiese razonado.
No razonaba pero sí observaba, con toda calma, a esos hombres que veía ir y venir. Siempre las mismas caras, los mismos gestos; a menudo me parecían ser un solo hombre. Pero ese hombre, o esos hombres, se movían en libertad. Un alto designio comenzó a alborear en mí. Nadie me prometía que, de llegar a ser lo que ellos eran, las rejas me serían levantadas. No se hacen tales promesas para esperanzas que parecen irrealizables; pero si llegan a realizarse, aparecen estas promesas después, justamente allí donde antes se las había buscado inútilmente. Ahora bien, nada había en esos hombres que de por sí me atrajera especialmente. Si fuera partidario de esa libertad a la cual me referí, hubiera preferido sin duda el océano a esa salida que veía reflejarse en la turbia mirada de aquellos hombres. Había venido observándolos, de todas maneras, ya mucho antes de haber pensado en estas cosas, y, desde luego, sólo estas observaciones acumuladas me encaminaron en aquella determinada dirección.
¡Era tan fácil imitar a la gente! A los pocos días ya pude escupir. Nos escupimos entonces mutuamente a la cara, con la diferencia de que yo me lamía luego hasta dejarla limpia y ellos no. Pronto fumé en pipa como un viejo, y cuando además metía el pulgar en el hornillo de la pipa, todo el entrepuente se revolcaba de risa. Pero durante mucho tiempo no noté diferencia alguna entre la pipa cargada y la vacía.
Pero nada me resultó tan difícil como la botella de caña. Me martirizaba el olor y, a pesar de mis buenas intenciones pasaron semanas antes de que lograra vencer esa repulsión. Lo insólito es que la gente tomó más en serio esas pujas internas que cualquier otra cosa que se relacionara conmigo. En mis recuerdos tampoco distingo a esa gente, pero había uno que venía siempre, solo o acompañado, de día, de noche, a las horas más diversas, y deteniéndose ante mí con la botella vacía me daba lecciones. No me comprendía: quería dilucidar el enigma de mi ser. Descorchaba lentamente la botella, luego me miraba para saber si yo había entendido. Confieso que yo lo miraba siempre con una atención desmedida y precipitada. Ningún maestro de hombre encontrará en el mundo entero mejor aprendiz de hombre. Cuando había descorchado la botella se la llevaba a la boca; yo seguía con los ojos todo el movimiento.
Asentía satisfecho conmigo, y apoyaba la botella en sus labios. Yo, maravillado con mi paulatina comprensión, chillaba rascándome a lo largo, a lo ancho, donde fuera. Él, alborozado, empinaba la botella y bebía un sorbo. Yo, impaciente y desesperado por imitarle, me ensuciaba en la jaula, lo que de nuevo lo divertía mucho. Después apartaba de sí la botella con ademán ampuloso y volvía a acercarla a sus labios de igual manera; luego, echado hacia atrás en un gesto exageradamente didáctico, la vaciaba de un trago. Yo, agotado por el excesivo deseo, no podía seguirlo y permanecía colgado débilmente de la reja mientras él, dando con esto por terminada la lección teórica, se frotaba, con amplia sonrisa, la barriga.
Recién entonces comenzaba el ejercicio práctico. ¿No me había dejado ya el teórico demasiado fatigado? Sí, exhausto, pero esto era parte de mi destino. Sin embargo, tomaba lo mejor que podía la botella que me alcanzaban; la descorchaba temblando; el lograrlo me iba dando nuevas fuerzas; levantaba la botella de manera similar a la del modelo; la llevaba a mis labios y... la arrojaba con asco; con asco, aunque estaba vacía y sólo el olor la llenaba; con asco la arrojaba al suelo. Para dolor de mi instructor, para mayor dolor mío; ni a él ni a mí mismo lograba reconciliar con el hecho de que, después de arrojar la botella, no me olvidara de frotarme a la perfección la barriga, ostentando al mismo tiempo una amplia sonrisa.
Así transcurría la lección con demasiada frecuencia, y en honor de mi instructor quiero dejar constancia de que no se enojaba conmigo, pero sí que de vez en cuando me tocaba el pelaje con la pipa encendida hasta que comenzaba a arder lentamente, en cualquier lugar donde yo difícilmente alcanzaba; entonces lo apagaba él mismo con su mano enorme y buena. No se enojaba conmigo, pues aceptaba que, desde el mismo bando, ambos luchábamos contra la condición simiesca, y que era a mí a quien le tocaba la peor parte.
Y a pesar de todo, qué triunfo luego, tanto para él como para mí, cuando cierta noche, ante una gran rueda de espectadores -quizás estaban de tertulia, sonaba un fonógrafo, un oficial circulaba entre los tripulantes-, cuando esa noche, sin que nadie se diera cuenta, tomé una botella de caña que alguien, en un descuido, había olvidado junto a mi jaula, y ante la creciente sorpresa de la reunión, la descorché con toda corrección, la acerqué a mis labios y, sin vacilar, sin muecas, como un bebedor empedernido, revoloteando los ojos con el gaznate palpitante, la vacié totalmente. Arrojé la botella, no ya como un desesperado, sino como un artista, pero me olvidé, eso sí, de frotarme la barriga. En cambio, como no podía hacer otra cosa, como algo me empujaba a ello, como los sentidos me hervían, por todo ello, en fin, empecé a gritar: "¡Hola!", con voz humana. Ese grito me hizo irrumpir de un salto en la comunidad de los hombres, y su eco: "¡Escuchen, habla!" lo sentí como un beso en mi sudoroso cuerpo.
Repito: no me cautivaba imitar a los humanos; los imitaba porque buscaba una salida; no por otro motivo. Con ese triunfo, sin embargo, poco había conseguido, pues inmediatamente la voz volvió a fallarme. Recién después de unos meses volví a recuperarla. La repugnancia hacia la botella de caña reapareció con más fuerza aún, pero, indudablemente, yo había encontrado de una vez por todas mi camino.
Cuando en Hamburgo me entregaron al primer adiestrador, pronto me di cuenta que ante mí se abrían dos posibilidades: el jardín zoológico o el music hall. No dudé. Me dije: pon todo tu empeño en ingresar al music hall: allí está la salida. El jardín zoológico no es más que una nueva jaula; quien allí entra no vuelve a salir.
Y aprendí, estimados señores. ¡Ah, sí, cuando hay que aprender se aprende; se aprende cuando se trata de encontrar una salida! ¡Se aprende de manera despiadada! Se controla uno a sí mismo con la fusta, flagelándose a la menor debilidad. La condición simiesca salió con violencia fuera de mí; se alejó de mí dando tumbos. Por ello mi primer adiestrador casi se transformó en un mono y tuvo que abandonar pronto las lecciones para ser internado en un sanatorio. Afortunadamente, salió de allí al poco tiempo.
Consumí, sin embargo, a muchos instructores. Sí, hasta a varios juntos. Cuando ya me sentí más seguro de mi capacidad, cuando el público percibió mis avances, cuando mi futuro comenzó a sonreírme, yo mismo elegí mis profesores. Los hice sentar en cinco habitaciones sucesivas y aprendí con todos a la vez, corriendo sin cesar de un cuarto a otro.
iQué progresos! ¡Qué irrupción, desde todos los ámbitos, de los rayos del saber en el cerebro que se aviva! ¿Por qué negarlo? Esto me hacía feliz. Pero tampoco puedo negar que no lo sobreestimaba, ya entonces, ¡y cuánto menos lo sobreestimo ahora! Con un esfuerzo que hasta hoy no se ha repetido sobre la tierra, alcancé la cultura media de un europeo. Esto en sí mismo probablemente no significaría nada, pero es algo, sin embargo, en tanto me ayudó a dejar la jaula y a procurarme esta salida especial; esta salida humana. Hay un excelente giro alemán: "escurrirse entre los matorrales". Esto fue lo que yo hice: "me escurrí entre los matorrales". No me quedaba otro camino, por supuesto: siempre que no había que elegir la libertad.
Si de un vistazo examino mi evolución y lo que fue su objetivo hasta ahora, ni me arrepiento de ella, ni me doy por satisfecho. Con las manos en los bolsillos del pantalón, con la botella de vino sobre la mesa, recostado o sentado a medias en la mecedora, miro por la ventana. Si llegan visitas, las recibo correctamente. Mi empresario está sentado en la antecámara: si toco el timbre, se presenta y escucha lo que tengo que decirle. Por las noches casi siempre hay función y obtengo éxitos ya apenas superables. Y si al salir de los banquetes, de las sociedades científicas o de las agradables reuniones entre amigos, llego a casa a altas horas de la noche, allí me espera una pequeña y semiamaestrada chimpancé, con quien, a la manera simiesca, lo paso muy bien. De día no quiero verla pues tiene en la mirada esa demencia del animal alterado por el adiestramiento; eso únicamente yo lo percibo, y no puedo soportarlo.
De todos modos, en síntesis, he logrado lo que me había propuesto lograr. Y no se diga que el esfuerzo no valía la pena. Sin embargo, no es la opinión de los hombres lo que me interesa; yo sólo quiero difundir conocimientos, sólo estoy informando. También a vosotros, excelentísimos señores académicos, sólo os he informado.

giovedì, gennaio 25, 2007

Los animales que hicimos desaparecer



En la selva misionera, el guacamayo azul, no se ha vuelto a ver desde el 2000, sumándose así a la lista de especies que posiblemente estén extintas ( se necesita que pasen 30 años desde su última aparición para declararlas así). En los últimos 20 años, al menos 15 especies desaparecieron y otras 12 sólo sobreviven en cautiverio. Muchos de los animales que aún podemos ver -en vivo o en la televisión-, no sobrevivirán para la próxima década.

La disminución de la biodiversidad y degradación en ecosistemas afecta a seres en todo el globo y miles de organizaciones en el mundo se encargan de combatir este mal. Una de ellas es la , que elaboró una lista roja de especies, presentada en Suiza en mayo del año pasado: 784 especies de animales declaradas oficialmente extintas desde el año 1600 hasta el momento, por la intervención directa o indirecta del hombre y no por causas naturales. Además, 65 especies sobreviven en zoológicos, acuarios o estaciones de cría, si se agotan los planteles en cautiverio, se extinguen.

Muchas de las especies que hoy conviven con nosotros seguramente no estarán el siglo que viene.

Especies Desaparecidas:

Los primeros registros de desaparición de especies son del siglo XVII, por lo general en islas con animales endémicos), como el mítico dodo,... Según los datos de la UICN, se suman a nuestro guacamayo azul: el antílope (extinto en estado silvestre), el sapo de oro (que no se avista en Costa Rica desde 1989 cuando un macho fue registrado), el paretroplus menarambo, un pez de agua endémico de Madagascar (que no se avista en hábitat natural desde el año '90 pero que sobrevive en cautiverio), el cuervo hawaiano ( los dos últimos conocidos en estado salvaje desaparecieron en 2002). La misma suerte corrió el oryx astado, uno de los mamíferos más comunes de África del norte que fue sobre-cazado hasta desaparecer de la naturaleza. También el hurón negro es nombrado en la lista como extinto en el hábitat natural. Mientras que el estado del delfín yangtze de China es crítico - debido posiblemente a que el ecosistema más afectado por la industrialización es el de los ríos de agua dulce, una reciente expedición no encontró ninguno de los 20 censados el año pasado.

Especies en peligro de extinción:

Los clasificados como especies en peligro crítico son miles en todo el mundo. Algunos son el terrapin pintado, una tortuga de agua dulce de Tailandia, Malasia y Borneo; el sapo arlequín alguna vez abundante en Costa Rica y Panamá, la rana Corroboree o el murciélago más grande y más raro del mundo, que vive en Comores, en el océano Indico. Por su parte, el lince ibérico es el felino más amenazado de la tierra, que con 150 individuos y un territorio devastado, es difícil que sobreviva.

La Argentina es rica en especies: posee cerca de 2500 entre peces, anfibios, reptiles, aves y mamíferos , pero cerca de 700 (entre flora y fauna) que están en distinto peligro de extinción. Están amenazadas la ballena franca, el yaguareté, el oso hormiguero, el tatú carreta. El Estado está ausente ante este desafío que es salvar la biodiversidad.

Fuente: Clarín, 25 enero 2007

"El discurso de la servidumbre voluntaria",Étienne de La Boétie

Étienne de La Boétie (1530 -1563) produjo uno de los textos fundamentales en la reflexión sobre la libertad. Su inquietud era desentrañar el porqué los hombre se someten a los tiranos cuando, de unirse, podrían alcanzar rápidamente su liberación. La cuestión a dilucidar son las razones de la obediencia voluntaria de los muchos, al poderoso. Las principales causas de esta situación las encontraba el joven jurista galo en la manipulación de la educación por los poderosos para estimular el olvido del don de la libertad. Y en la estimulación de costumbres de juegos y prácticas, que también disipan el natural apego del hombre a la vida libre.
El Discourse fue escrito alrededor del año 1553. En este siglo se construyeron los cimientos del llamado "antiguo régimen" del absolutismo monárquico francés. El discurso fue escrito cuando era un estudiante de abogacía en la Universidad de Orleáns.
La posición libertaria de La Boétie en pleno siglo XVI, en el comienzo de las monarquías absolutistas, es un antecedente del gesto liberador de la ilustración y del Contrato social de Rousseau, de la resistencia no-violenta y la desobediencia civil de siglos posteriores.





SOBRE LA SERVIDUMBRE VOLUNTARIA

El valor de la libertad.

"No veo un bien en la soberanía de muchos; uno solo sea amo, un solo sea rey". Así hablaba en público Ulises, según Homero. Si hubiera dicho simplemente: "No veo bien alguno en tener a varios amos", habría sido mucho mejor. Pero, en lugar de decir, con más razón, que la dominación de muchos no puede ser buena y que la de uno solo, en cuanto asume su naturaleza de amo, ya suele ser dura e indignante, añadió todo lo contrario: "Uno solo sea amo, uno solo sea rey".

No obstante, debemos perdonar a Ulises quien, entonces, se vio obligado a utilizar este lenguaje para aplacar la sublevación del ejercito, adaptando, según creo, su discurso a las circunstancias más que a la verdad. Pero, en conciencia, ¿acaso no es una desgracia extrema la de estar sometido a un amo del que jamás podrá asegurarse que es bueno porque dispone del poder de ser malo cuando quiere? Y, obedeciendo a varios amos, ¿no es tantas veces más desgraciado? No quiero, de momento, debatir tan trillada cuestión: a saber, si las otras formas de república son menores que la monarquía. De debatirlas, antes de saber que ligar debe ocupar la monarquía entre las distintas maneras de gobernar la cosa pública, habría que saber si hay incluso que concederle un lugar, ya que resulta difícil creer que haya algo público en su gobierno en el que todo es de uno.

De momento, quisiera tan sólo entender como pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones soportar a veces un solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le otorga, que no tienen más poder para causar perjuicios que el que se quiera soportar y que no podría hacer daño alguno de no ser que se prefiera sufrir a contradecirlo. Es realmente sorprendente -y, sin embargo, tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos- ver como millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y sojuzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados por una fuerza mayor, sino, por el contrario, porque están fascinados y, por decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no debería ni temer (puesto que está solo), ni apreciar (puesto que se muestra para con ellos inhumano y salvaje).

¡Grande es, no obstante, la debilidad de los hombres! Obligados a obedecer y a contemporizar, divididos y humillados, no siempre pueden ser los más fuertes. Así pues, su una nación, encadenada por la fuerza de las armas, es sometida al poder de un solo (como la ciudad de Atenas a la dominación de los treinta tiranos), no deberíamos extrañarnos de que sirva, debemos tan solo lamentar su servidumbre; mejor dicho, no deberíamos no extrañarnos ni lamentarnos, sino más bien llevar el mal con resignación y reservarnos para un futuro mejor.

Nuestra naturaleza es tal que los deberes cotidianos de la amistad absorben buena parte de nuestras vidas. Es natural amar la virtud, estimar las buenas acciones, agradecer el bien recibido e incluso, con frecuencia, reducir nuestro bienestar para mejorar el de aquellos a quienes amamos y que merecen ser amados. Así pues, si los habitantes de un país encuentran entre ellos a uno de esos pocos hombres capaces de darles reiteradas pruebas de su predisposición a inspirarles seguridad, gran valentía en defenderlos y gran prudencia en guiarlos; si se acostumbraran paulatinamente a obedecerle y a confiar tanto en él como para concederle cierta supremacía, creo que sería preferible devolverle al lugar donde hacia el bien que colocarlo allí donde es muy probable que haga el mal. Empero, es al parecer muy normal y muy razonable mostrarse buenos con aquel que tanto bien nos ha hecho y no temer que el mal nos venga precisamente de él.

Pero, ¡oh, Dios mío!, ¿qué ocurre? ¿Cómo llamar ese vicio, ese vicio tan horrible? ¿Acaso no es vergonzoso ver a tantas y tantas personas, no tan sólo obedecer sino arrastrarse? No ser gobernados, sino tiranizados, sin bienes, ni parientes, ni mujeres, ni hijos, ni vida propia. Soportar saqueos, asaltos y crueldades, no de un ejército, no de una horda descontrolada de bárbaros contra la que cada uno podría defender su vida a costa de su sangre, sino únicamente de uno solo. No de un Hércules o de un Sansón, sino de un único hombrecillo, las más de las veces el más cobarde y afeminado de la nación, que ni siquiera husmeado una sola vez la pólvora de los campos de batalla, sino a pensar la arena de los torneos, y que es incapaz no solo de mandar a los hombres, sino también de satisfacer a la más miserable mujerzuela. ¿Llamaremos eso cobardía? ¿Diremos que los que se someten a semejante yugo son viles y cobardes? Si dos, tres y hasta cuatro hombres ceden, uno, nos parece extraño, pero es posible; en este caso, y con razón, podríamos decir que les falta valor. Pero si cien, miles de hombres se dejan someter por uno solo, ¿seguiremos diciendo que se trata de falta de valor, que no se atreven a atacarlo, o mas bien que, por desprecio o desdén, no quieren ofrecerle resistencia? En fin, si viéramos, ya no a cien ni a mil hombres, sino cien países, mil ciudades, a un millón de hombres negarse a atacar, a aniquilar al que, sin reparos, los trata a todos como a siervos y esclavos, ¿cómo llamaríamos a eso? ¿Cobardía? Es sabido que hay un límite para todos los vicios que no se pueden traspasar. Dos hombres, y quizás diez, pueden temer a uno. ¡Pero que mil, un millón, mil ciudades no se defiendan de uno, no es ni siquiera cobardía! Asimismo, el valor no exige que un solo hombre tome de asalto una fortaleza, o se enfrente a un ejército, o conquiste un reino. Así pues, ¿qué es ese monstruoso vicio que no merece siquiera el nombre de cobardía, que carece de toda expresión hablada o escrita, del que reniega la naturaleza y que la lengua se niega a nombrar?

Que se pongan a un lado y a otro a mil hombres armados, que se les prepare para atacar, que entren en combate, unos luchando por su libertad, los otros para quitársela: ¿que de quienes creéis que será la victoria? ¿Cuáles se lanzarán con más gallardía al campo de batalla: los que esperan como recompensa el mantenimiento de su libertad, o los que no pueden esperar otro premio a los golpes que asestan o reciben que la servidumbre del adversario? Unos llevan siempre como bandera la felicidad similar en el porvenir; no piensan tanto en las penalidades y en los sufrimientos momentáneos de la batalla como en todo aquello que, si fueran vencidos, deberían soportar para siempre, ellos, sus hijos y toda la posteridad. Los otros, en cambio, no tienen mayor incentivo que la codicia, que, con frecuencia, se mitiga ante el peligro y cuyo ficticio ardor se desvanece con la primera herida. En batallas tan famosas como las de Milcíades, Leónidas y Temistocles que tuvieron lugar hace dos mil años y que están tan frescas en la memoria de los libros y de los hombres como si acabaran de celebrarse, ¿qué dio -para mayor gloria de Grecia y ejemplo del mundo entero- a tan reducido número de griegos, no el poder, sino el valor de contener aquellas formidables flotas que el mar apenas podía sostener, de luchar y vencer a tantas naciones, cuyos capitanes enemigos todos los soldados griegos juntos no habrían podido rivalizar en número? En aquellas gloriosas jornadas, no se trataba tanto de una batalla entre griegos y persas como de la victoria de la libertad sobre la dominación, de la generosidad sobre la codicia" (*).

El sometimiento es consentido.

...Para obtener el bien que desea, el hombre emprendedor no teme el peligro, ni el trabajador sus penas. Sólo los cobardes, y los que ya están embrutecidos, no saben soportar el mal, ni obtener el bien con el que se limitan a soñar. La energía de ambicionara ese bien les es arrebatada por su propia cobardía; no les queda más que soñar con poseerlo. Ese deseo, esa voluntad innata, propia de cuerdos y locos, de valientes y cobardes, les hace ansiar todo aquello cuya posesión les hará sentirse felices y satisfechos. Hay, no obstante, una cosa, una sola, que los hombres, no sé por qué, no tiene siquiera la fuerza de desear: la libertad, ese bien tan grande y placentero cuya carencia causa todos los males; sin la libertad todos los demás bienes corrompidos por la práctica cotidiana de la servidumbre pierden por completo su gusto y su sabor. Los hombres sólo desdeñan, al parecer, la libertad, porque, de lo contrario, si la desearan realmente, la tendrían. Actúan como si se negara a conquistar tan precioso bien únicamente porque se trata de una empresa demasiado fácil.

¡Pobres miserables gentes, pueblos insensatos, naciones obstinadas en vuestro propio mal y a ciegas a vuestro bien! Dejáis que os arrebaten, ante vuestras mismas narices, la mejor y mas clara de vuestras rentas, que saqueen vuestros campos, que invadan vuestras casas, que las despojen de los viejos muebles de vuestros antepasados. Vivís de tal suerte que ya no podéis vanagloriaros de que lo vuestro os pertenece. Es como si considerárais ya una gran suerte el que os dejen tan solo la mitad de vuestros bienes, de vuestras familias y de vuestras vidas. Y tanto desastre, tanta desgracia, tanta ruina ni proviene de muchos enemigos, sino de un único enemigo, aquél a quien vosotros mismos habéis convertido en lo que es, por quien hacéis con tanto valor la guerra y por cuya grandeza os jugáis constantemente la vida en ella. No obstante, ese amo no tiene más que dos ojos, dos manos, un cuerpo, nada que no tenga el último de los hombres que habitan e nuestras ciudades. De lo único que dispone además de los seres humanos es de un corazón desleal y de los medios que vosotros mismos le brindáis para destruiros. ¿De dónde ha sacado tantos ojos para espiaros si no de vosotros mismos? Los pies con los que recorre vuestras ciudades, ¿acaso no son también los vuestros? ¿Cómo se atrevería a imponerse a vosotros si no gracias a vosotros? ¿Qué mal podría causaros si no contara con vuestro acuerdo? ¿Qué daño podría haceros si vosotros mismos no encubriérais al ladrón que os roba, cómplices del asesino que os extermina y traidores de vuestra condición? Sembráis vuestros campos para que él los arrase, amuebláis y llenáis vuestras casas de adornos para abastecer sus saqueos, educáis a vuestras hijas para él tenga con quien saciar su lujuria, alimentáis a vuestros hijos para que él los convierta en soldados (y aún deberán alegrarse de ello) destinados a la carnicería de la guerra, o bien para convertirlos en ministros de su codicia o en ejecutores de sus venganzas. Os matáis de fatiga para que él pueda remilgarse en sus riquezas y arrenallarse en sus sucios y viles placeres. Os debilitáis para que él sea más fuerte y más duro, así como para que os mantenga a raya más fácilmente.. Podrías liberaros de semejantes humillaciones -que ni los animales soportarían- sin siquiera intentar hacerlo, únicamente queriendo hacerlo. Decidíos, pues, a dejar de servir, y seréis hombres libres. No pretendo que os enfrentéis a él, o que lo tambaleéis, sino simplemente que dejéis de sostenerlo. Entonces vereéis cómo, cual un gran coloso privado de la base que lo sostiene, se desplomará y se romperá por sí solo. (*)



La servidumbre por el imperio de la educación y la astucia de la tiranía.

...Nadie se lamenta de no tener lo que jamás tuvo, y el pesar no viene jamás sino después del placer y consiste siempre en el conocimiento del mal opuesto al recuerdo de la alegría pasada. La naturaleza del hombre es ser libre y querer serlo. Pero también su naturaleza es tal que, de una forma natural, se inclina hacia donde le lleva su educación.

Digamos, pues, que en el hombre, todas las cosas son naturales, tanto si se cría con ellas como si acostumbra a ellas. Pero solo le es innato aquello a lo que su naturaleza, en estado puro y no alterada, le conduce. Así pues, la primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre, al igual que las mas bravos caballos rabones (caballos de crín y orejas cortadas) que, al principio, muerden el freno que, luego, deja de molestarlos y que, si antes coceaban al notar la silla de montar, después hacen alarde los arneses y, orgullosos, se pavonean bajo la armadura. Se dice que ciertos hombres han estado siempre sometidos y que sus padres ya vivieron así. Pues bien, estos piensan que les corresponde soportar el mal, se dejan embaucar y, con el tiempo, eran ellos mismos las bases de quienes les tiranizan. Pero el tiempo jamás otorga el derecho de hacer el mal, aumenta por el contrario la ofensa. Siempre aparecen algunos, más orgullosos y más inspirados que otros, quienes sostienen el peso del yugo y no pueden evitar sacudírselo, quienes jamás se dejan domesticar, ante la sumisión y quienes, al igual que Ulises, a quien nadie ni nada detuvo hasta volver a su casa, no pueden dejar de pensar en sus privilegios naturales y recordar a sus predecesores y su estado original. Son estos los que, al tener la mente despejada y el espíritu clarividente, no se contenta, como el populacho, con ver la tierra que pisan, sin mirar hacia adelante ni hacia atrás. Recuerdan también las cosas pasadas para juzgar las del porvenir y ponderar las presentes. Son los que, al tener de por si la mente bien estructurada, se han cuidado de pulirla mediante el estudio y el saber. Esto, aun cuando la libertad se hubiese perdido irremediablemente, la imaginarían, la sentirían en su espíritu, hasta gozarían de ella y seguirían odiando la servidumbre por más y mejor que se le encubriera.

El Gran Turco se dio cuenta de que los libros y la sana doctrina proporciona a los hombres más que cualquier otra cosa, el sentido de su dignidad como personas y el odio por la tiranía, de modo que no tiene en sus tierras a muchos sabios, ni tampoco los solicita. Y, en cualquier otro lugar, por elevado que sea el número de fieles a la libertad, su celo y el amor que le prodigan permanece pese a todo su efecto porque no logran entenderse entre ellos. Las libertad de actuar, hablar y de pensar les está casi totalmente vetada con el tirano y permanecen aislados por completo en sus fantasías.

(...) Pero esa astucia de los tiranos, que consiste en embrutecer a sus súbditos, jamás quedó tan evidente como en lo que Ciro hizo a los lidios, tras apoderarse de Sardes, capital de Lidia, al apresar a Creso, el rico monarca y hacerlo prisionero. Le llevaron la noticia de que los habitantes de Sardes se habían sublevado. Los habría aplastado sin dificultad inmediatamente; sin embargo, al no querer saquear tan bella ciudad, ni verse obligado a mantener un ejército para imponer el orden, se le ocurrió una gran idea para apoderarse de ella: montó burdeles, tabernas y juegos públicos, y ordenó que los ciudadanos de Sardes hicieran uso libremente de ellos. Esta iniciativa dio tan buen resultado que jamás hubo ya que atacar a los lidios por la fuerza de la espada. Estas pobres y miserables gentes se distrajeron de su objetivo, entregándose a todo tipo de juegos; tanto es así que de ahí proviene la palabra latina (para los que nosotros llamamos pasatiempos). Ludi que, a su vez, proviene de Lydi. No todos los tiranos han expresado con tal énfasis, su deseo de corromper a sus súbditos. Pero lo cierto es que lo que éste ordenó tan formalmente, la mayoría de los otros han hecho ocultamente. Y hay que reconocer que esta es la tendencia natural del pueblo, que suele ser más numeroso en las ciudades; desconfía de quien le ama y confía en quien lo engaña. No creáis que ningún pájaro cae con mayor facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo como esos pueblos que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la servidumbre por un simple halago, o una pequeña golosina. Es realmente sorprendente ver cómo se dejan ir tan aprisa por poco que se les dé coba. Los tragos, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los animales exóticos, las medallas, las grandes exhibiciones y otras drogas eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su libertad, los instrumentos de la tiranía.

lunedì, gennaio 22, 2007

Gentleman de triste figura (quién invade a quién?)




(el Quijote traducido al Spanglish, para reflexionar y divertirse)


In un placete de La Mancha of which nombre no quiero remembrearme, vivía, not so long ago, uno de esos gentlemen who always tienen una lanza in the rack, una buckler antigua, a skinny caballo y un grayhound para el chase. A cazuela with más beef than mutón, carne choppeada para la dinner, un omelet pa'' los Sábados, lentil pa'' los Viernes, y algún pigeon como delicacy especial pa'' los Domingos, consumían tres cuarers de su income. El resto lo employaba en una coat de broadcloth y en soketes de velvetín pa'' los holidays, with sus slippers pa'' combinar, while los otros días de la semana él cut a figura de los más finos cloths. Livin with él eran una housekeeper en sus forties, una sobrina not yet twenty y un ladino del field y la marketa que le saddleaba el caballo al gentleman y wieldeaba un hookete pa'' podear. El gentleman andaba por allí por los fifty. Era de complexión robusta pero un poco fresco en los bones y una cara leaneada y gaunteada. La gente sabía that él era un early riser y que gustaba mucho huntear. La gente say que su apellido was Quijada or Quesada —hay diferencia de opinión entre aquellos que han escrito sobre el sujeto— but acordando with las muchas conjecturas se entiende que era really Quejada. But all this no tiene mucha importancia pa'' nuestro cuento, providiendo que al cuentarlo no nos separemos pa'' nada de las verdá.

It is known, pues, que el aformencionado gentleman, cuando se la pasaba bien, which era casi todo el año, tenía el hábito de leer libros de chivaldría with tanta pleasura y devoción as to leadearlo casi por completo a forgetear su vida de hunter y la administración de su estate. Tan great era su curiosidad e infatuación en este regarde que él even vendió muchos acres de tierra sembrable pa'' comprar y leer los libros que amaba y carreaba a su casa as many as él podía obtuvir. Of todos los que devoreó, ninguno le plaseó más que los compuestos por el famoso Feliciano de Silva, who tenía una estylo lúcido y plotes intrincados that were tan preciados para él as pearlas; especialmente cuando readeaba esos cuentos de amor y challenges amorosos that se foundean por muchos placetes, por example un passage como this one: La rasón de mi unrasón que aflicta mi rasón, en such a manera weakenea mi rasón que yo with rasón lamento tu beauty.


Fragmento de la traducción realizada por el filólogo Ilan Stavans.

domenica, gennaio 21, 2007

"El problema con la globalización en el neoliberalismo es que los globos se revientan''.




El Poder convierte a la historia en una historieta mal hecha, y sus científicos sociales construyen apologías ridículas con, eso sí, un andamiaje teórico tan complejo, que consiguen disfrazar la estupidez y el servilismo como inteligencia y objetividad. En la historieta del neoliberalismo, los poderosos son los héroes porque son los poderosos, y los villanos son los eliminables, los ``expendables'', es decir, los negros, los amarillos, los chicanos, los latinos, los indígenas, las mujeres, los jóvenes, los presos, los migrantes, los jodidos, los homosexuales, las lesbianas, los marginados, los ancianos, y, muy especialmente, los rebeldes. En la historieta del Poder, el acontecer que vale es el que puede ser contabilizado en una hoja electrónica que contenga índices respetables de ganancia. Todo lo demás es completamente prescindible, sobre todo si ese todo afecta la ganancia.

En la historieta del Poder todo está previsto y resuelto de antemano: el malo puede ser malo, pero sólo para resaltar el poder del bueno. La balanza ética entre el bien y el mal se transforma en la balanza amoral entre el Poder y el rebelde. En el Poder pesa el dinero, en el rebelde pesa la dignidad. En su historieta, el Poder imagina un mundo no sin contradicciones, sino con todas las contradicciones bajo control, administrables como válvulas de escape que distiendan el rencor social que el Poder provoca. En su historieta, el Poder construye una realidad virtual donde la dignidad es ininteligible y no mensurable. ¿Cómo puede tener valor y peso algo que no se entiende y que no se mude? Ergo, la dignidad será, irremediablemente, derrotada por el dinero. Así que ``no problem'', puede haber dignidad porque ya el dinero se encargará de comprarla y convertirla en mercancía que circule según las leyes del mercado... del Poder. Pero, resulta que la historieta del Poder es eso, una historieta, una historieta que desprecia LA REALIDAD y, por lo tanto, una historieta mal hecha. La dignidad sigue escapando a las leyes del mercado y empieza a tener peso y valor en el lugar que importa, es decir, en el corazón...

Subcomandante insurgente Marcos

No hay Otredad




Hay hombres para los que no es intolerable el dolor de los niños, ni ningún dolor. Esos hombres quemaron niños en los desiertos sirios del norte, asfixiaron hasta el fin a judíos en las cámaras de gas de tantos campos de concentración de Alemania, echaron fuego vengativo sobre Dresde, empalaron hombres jóvenes, muchachos, chicos de dieciséis años en los 340 campos de concentración que había en la Argentina hacia 1978, hicieron el horror de los campos soviéticos de trabajo y diseñan en Wall Street un sistema económico que se ve amenazado “por una mezcla venenosa de desigualdad y salarios estáticos” (La Nación, 20/01/ 2007). Sólo me permitiré corregir la expresión: “salarios estáticos”. Quien tiene un salario estático tiene un trabajo. La “globalización” que, en muy buena hora, ven amenazada en el diario de los empresarios, produce algo mucho peor que “salarios estáticos”. Produce hambre. Produce hambre hasta morir. El genocidio de la “globalización” es menos espectacular. No usa misiles. No utiliza ejércitos. No quema gente. Mata por escasez, por insuficiencia, por penuria. Hay un concepto que Sartre utiliza en la Crítica de la Razón Dialéctica: el de “rareza”. Quiere decir que es “raro” (escaso, insuficiente) lo que necesito para vivir. Esto señala a una gran parte de la humanidad como “sobrante”. Si no hay para todos, pero de lo que hay casi la totalidad queda en manos de los ricos, los “sobrantes” crecen incesantemente. Ser “sobrante” es morir. La “globalización” mata estructuralmente. Funciona para matar. De aquí que seamos enemigos del “libremercado”. Al menos como funciona hoy. (Aunque no recuerdo cuándo funcionó de otro modo, pero no importa: es otra cuestión.) Hoy funciona generando “sobrantes”. El “libremercado” no integra. Se lo han comido los poderosos: NO ES LIBRE, ES DE ELLOS. ¿Tan difícil es ver esto? No. Si no se lo ve es porque quienes no quieren verlo participan del goce de los no-sobrantes. Por cada no-sobrante hay miles, millones de sobrantes. Este es el genocidio estructural del capitalismo del siglo XXI. ¿Por qué el capitalismo ha llegado al genocidio? Porque no necesita mano de obra, fuerza de trabajo. O sólo la necesita especializada. O la necesita en servicios. O la necesita muy escasamente. El resto sobra. El sistema globalizador los constituye en tanto sobrantes y es esta condición la que los llevará a morir.

La “globalización” miente. No hay “globalización”. Se globaliza una particularidad que quiere imponerse como totalidad. Esa particularidad –al no poder ser nunca una totalidad, ya que no puede totalizar desde sí a un resto que es diverso, distinto, diferenciado– se constituye no en un Todo, sino en un Falso-Todo. La “globalización” quiere ser lo Uno y negar al Otro. Una democracia, sin embargo (y digo algo elemental), sólo existe cuando, desde mí, reconozco la Otredad del Otro. Esa Otredad es su diferencia. Si yo reconozco la autonomía y la soberanía de esa diferencia reconozco la Otredad del Otro. Para la “globalización” (para el Falso-Todo) no hay Otredad. Busca imponer el dominio de lo Uno. Esto busca Estados Unidos (y sus aliados) en el ancho y –les guste o no– ajeno mundo. El imperialismo colonialista, que es un invento de Estados Unidos en el siglo XXI, es impracticable. Los ingleses podían colonizar la India y quedarse en ella. Les llevaban la Modernidad y eso era progresivo (al menos, durante un tiempo). Estados Unidos no lleva nada a Irak. Lo invade para saquearlo. De donde su colonialismo no puede instalarse como el británico en la India. Así, se va deteriorando. Llevan ya tres mil muertos. Los muertos norteamericanos llegan de noche en bolsas de plástico. Pero las familias los reciben de día y reciben desechos, fragmentos goyescos, troncos sin brazos, sin piernas, caras sin ojos, brazos sin manos. Reciben monstruos. Despojos de una guerra inútil, que cada vez entienden menos, rechazan más. El sargento brutal que los conduce (y al que ya eligieron dos veces) no se retirará. Porque si algo le falta es inteligencia. Es un bruto, sin más. Y los brutos, al carecer de razón, se afirman en el orgullo. Y el orgullo, en ellos, es empecinamiento. El empecinamineto, en Bush, será quedarse en Irak, aunque cada noche y cada vez más lleguen esas bolsas de plástico, con los hijos muertos, desapedazados de quienes lo votaron. No digamos que lo merecen, porque nadie merece eso. Pero esos “boys” vienen muertos porque, allá, lejos, ellos también mataron. El Falso-Todo revela su falsedad militar. Esa falsedad es la derrota.

Juan Pablo Feinmann, Nada bueno está por pasar, Página12, hoy

Por siempre, Fidel




Fidel “está de nuevo en Sierra Maestra, está dando una batalla por su vida”. “Es uno de esos hombres que nunca morirá, como el Che Guevara, nunca morirá”. Hugo Chávez